Amar, Soltar, Existir: Crónicas del Testigo

Amar, Soltar, Existir: Crónicas del Testigo

PARTE 1 — El Amor y Otras Formas de Dolor

El amor… el amor es como esas cosas que uno carga con la vida. Es lo intangible, pero se siente. El corazón se siente roto cuando termina una relación, y es normal: uno se apega al ideal, a la lealtad, a todo lo que soñó. El amor te enseña lo vulnerable que se puede ser. A veces es hermoso. A veces, cruel.

Hoy quiero hablar del amor como lo vi hace años y como lo veo ahora, en un lapso de ocho años.

Tenía 16 años cuando me enamoré por primera vez. Una chica hermosa. Fue el primer amor de mi vida. Nunca nadie me cautivó tanto con una mirada y una sonrisa tan profunda como ella. Era risueña, y para mí… bellísima. A mis ojos, era la mujer indicada.

Mi naturaleza es leal por defecto. Me cuesta conectar con personas, pero cuando alguien se vuelve parte de mi tribu, daría la vida. Para eso, necesito tiempo. Me cuesta confiar al principio… pero también me cuesta soltar una vez que me abro. Porque cuando me abro, muestro quién realmente soy.

Son las 8:00 p.m. y estoy escuchando “It’s Hard to Get Around the Wind” de Alex Turner. Hermoso tema. Un café en la mano, y estas palabras saliendo.

Esa chica, la del colegio, fue mi primer amor. Duramos mucho tiempo y fue bello. Me enamoré por completo: de sus gestos, de sus acciones, de la conexión que, por primera vez, sentí con alguien. Fue real, fue profundo. Pero como todo en la vida, aquello que más amas, la vida te lo arranca sin asco. Como un mal chiste que empieza con gracia y termina con silencio.

La vida te da, y también te quita con la misma facilidad. Te quita a un familiar. A tu madre. A tu hijo. Todo eso pesa. Todo eso duele.

Cuando era mas joven y yo amaba a esa chica, todo parecía maravilloso. Hasta que me dejó. Me rompió el corazón. Terminó conmigo por mensaje de texto. Me bloqueó. Desapareció. Tres años de relación a la basura. Y el que sufre siempre es el que fue dejado, no el que deja. Uno se queda con los brazos abiertos, esperando algo que nunca llega.

La primera gran lección de la vida fue que las personas que más daño pueden hacerte… son aquellas en las que más confías. Las más cercanas. La traición se convirtió en una forma de entender la existencia. ¿Cómo es posible que uno ame tanto hasta consumirse, y que la otra persona simplemente desaparezca?

Desde entonces, no pude confiar igual. Porque justo cuando menos lo esperas, te rompen el alma.

Pasó el tiempo. La emoción dejó de ser pesada. El dolor se hizo más liviano. La vida siguió. Me mudé a Irlanda. Allí llegó la segunda herida fuerte: dejar a la familia. Te enseña que nada es permanente. Que el amor, los amigos, los padres… todo es humo. Lo sientes, lo hueles… pero se desvanece.

Dejé un vacío atrás, y con él, parte de mí. Trabajaba lavando platos, solo, en el frío irlandés. Sin familia. Sin nadie. Solo una cama vacía y oscura. La soledad te marca. Abrazas una almohada como si fuera un cuerpo. Lloras en silencio. Nadie viene. Nadie llama. Solo estás tú… y un vacío profundamente hondo.

Aprendí que la soledad es una maestra cruel. Te corta tan fuerte que solo te deja dos caminos: o te matas o te transformas. Elegí el segundo.

Pasaron los años, y conocí a otra persona. Y por primera vez en mucho tiempo sentí mariposas otra vez. Dije: “puedo volver a amar.” Pero el miedo seguía ahí. El miedo a que se repita, a que se vaya, a que no funcione. A que todo vuelva a doler.

Aun así, me entregué. Le dije: “estoy dispuesto a morir por ti.” Pero para llegar a esa entrega, alguien tiene que ganarse mi lealtad. Con acciones. Con presencia. Y en esta relación… no sentí eso. Sentí ilusión. Sentí deseo. Pero no sentí lealtad verdadera.

Y aun así, me entregué. Me enamoré de nuevo. Me perdí.

Me gusta entregarme hasta consumirme. Darlo todo. Todo. Hasta perderme.
Mi forma de amar es genuina, pero quizás insalubre. Demasiado romántica, demasiado dramática.
Aun así, creo que la vida es una sola, y sentir todo esto es hermoso.
Así que lo di todo.

Me enamoré.
Cinco años de relación.
Fue largo, fue real.
Ya no era la ilusión de vivir el momento, sino la promesa silenciosa de construir algo, envejecer juntos de la mano.

Aunque al principio fui distante —todavía temblaba por lo vivido—, al final me entregué por completo. Me imaginaba un futuro. Casarnos. Tener hijos. Un hogar con aroma a café y libros viejos. Pero la vida no perdona. Y el sistema, menos.

Nos volvimos adultos.
Con los ojos cansados de cargar tanto: sueños, facturas, miedo.
Ya no era "seamos felices sin pensar en mañana", ahora era: ¿qué construimos? ¿familia? ¿casa? ¿coche?
Y aunque eso me daba propósito, también me partía.

Yo empujaba el barco.
Pero ella ya estaba mirando desde otro yate.

Eso duele.

Ser la carga emocional. Ser el que sostiene, mientras el otro solo espera su momento para saltar.
Y uno se queda, jalando cuerdas que ya no están atadas a nada.

Así me sentí.

Pasé momentos duros. Pero nunca sentí apoyo.
Solo exigencias. Expectativas.
Me consumí intentando llenar un molde que no era mío.
Esclavo de sus inseguridades. Y de las mías.
Mi vida siempre fue eso: cargar mochilas ajenas por amor.
Y lo único que pedía era que alguien jalara conmigo.
Pero no fue así.

Otra vez, fui la pista de despegue.
Montaron sobre mí para volar más alto… y luego se fueron.

No hubo engaño físico.
Pero sí un engaño emocional.
Y créeme, eso a veces duele más.

Porque uno se queda empujando el barco con amor, mientras la otra persona ya estaba pensando en la ruta hacia otra costa.

Eso… cuesta.
Eso… rompe.

Pero esta vez, ya no soy el chico de 16 años.

Aprendí. Otra vez.
Porque la vida tiene esta manera rara de decirte: “vas bien, pero ahora toca romperte de nuevo”.

Solo que ahora no soy mártir.

Ya no veo el dolor como algo que soy, sino como una tormenta que pasa dentro de mí… pero que no soy yo.
Siento el estómago vacío.
Como si algo dentro se hubiera ido.
Pero también tengo paz.

Porque entendí que nada es permanente.

Que las personas vienen, te regalan lo mejor que tienen mientras pueden
y después se van.

Y tú te quedas.
Pero esta vez, no me quedo esperando.

Porque ahora sé que nunca hubo nadie a quien esperar.

Observo lo que siento como un testigo.
Más allá de la emoción, más allá del drama.
Siento el estómago vacío, profundamente vacío, pero lo miro tan de cerca, con tanta presencia, que no le queda más opción que disiparse por ser visto.

Ahora hay una paz distinta.

No nace del resentimiento. No es odio.
No hay rencor.
Solo amor.
Y aunque el amor no se acabe, me siento tranquilo. En paz.
Es como si la tormenta aún estuviera allí, pero ahora la miro desde lejos. Ya no me consume.

Y aquí me pongo científico.
Porque la vida no es solo poesía o tragedia. También hay biología.
La emoción no me define, pero tampoco la niego.
La dejo ser.

Lo que sucede, en lo más concreto, es que mi sistema nervioso —ese guardián que siente sin pedir permiso— se activa. Reacciona a condicionamientos: experiencias pasadas, traumas, herencia genética incluso. Y no tengo control absoluto sobre eso.

Pero ya no huyo.
No lo tapo.
No lo juzgo.
Lo dejo estar.

Y algo mágico ocurre: al ser visto, el sistema se regula solo.
Ya no tiene que gritar.

Entonces aprovecho ese instante.
Y me enseño de nuevo cómo quiero reaccionar la próxima vez.
No desde el drama automático.
Sino desde la observación.

La emoción surge a través del cuerpo.
El testigo sin forma la ve.
Y la razón entra, suave, sin imponer, y pregunta:

— ¿Qué es el amor?
— ¿Qué me está enseñando este dolor?
— ¿Qué estoy negando o defendiendo?

Así, la emoción no se reprime, pero se transmuta.
No se niega, pero ya no gobierna.

Eso, eso es alquimia emocional.

Y con el tiempo, esa práctica fortalece algo más grande que la emoción misma:
La conciencia.

No dejo que la emoción me devore.
Ni que el impulso me gobierne.
No me creo la narrativa ególatra que el recuerdo quiere imponer.
No me como el cuento.

Entonces el cortisol baja.
La mente se aclara.
Y la memoria se suelta.

Ella no se va porque quiere hacerme daño.
Ella es solo una forma más de la vida.
Una expresión entre miles.
Un cauce dentro de una mujer hermosa, con una dirección que ni ella misma conoce.

Y eso… me alivia.

Porque si ella no sabe lo que hace del todo, entonces yo tampoco tengo que entenderlo todo.
Solo dejarlo fluir.

Y en ese soltar, descubro algo inmenso:
Yo no soy el que siente.
El sentir ocurre. A través de mí. Pero no soy “yo”.

Si no existe un centro que lo controle todo,
¿quién sufre realmente?

Nadie.

Solo hay sentir.
Solo hay proceso.
Solo hay flujo.

Y cuando eso se comprende… todo cambia.

Ya no me hundo en la emoción.
No me apego al deseo ni al rechazo.
Observo.
Respiro.
Y permanezco.

Y entonces… agradezco.

Agradezco esta emoción que duele, sí, pero también abre portales.
Portales para experimentar la vida sin prejuicio.
Tal como es.
Cruda, hermosa, efímera.

Esté donde esté, la amo.

Siempre la amaré.
Porque el amor real no tiene forma, ni cuerpo, ni mente.
Es energía infinita.
Es el universo entero tocándome por un segundo a través de alguien.

La amo, no porque me pertenece,
sino porque fue mariposa.
Y las mariposas no se encierran.
Se admiran. Se sueltan. Se dejan volar.

Nunca quise atraparla.
Jamás quise ponerla en mi cuadro favorito para mirarla todos los días.
Eso la habría matado.

Siempre la amé libre.
Sin ataduras.
Dejándola ser.

Estés donde estés…
que la vida te llene de lo mejor.
De verdad.


El amor no se va. Solo cambia de forma cuando uno deja de necesitarlo.